martes, 10 de marzo de 2009

Lo que está en juego no es apenas la inflación sino un modelo de sociedad y una estrategia de crecimiento económico:



La discusión sobre el salario mínimo es una ocasión para volver a plantearse algunas preguntas básicas sobre el ordenamiento social. Esta discusión no debe reducirse al enfrentamiento anual entre los trabajadores, que buscan maximizarlo, y los empresarios, que buscan minimizarlo. Es necesario recordar las preguntas y las respuestas básicas que debería tener este diálogo -que no confrontación- entre trabajadores, empresarios y gobierno: ¿Por qué esta regla institucional pública se llama “salario mínimo”?; “Mínimo”: ¿por qué?; Mínimo”: ¿para qué?
La discusión sobre el criterio utilizado para el ajuste anual pierde su sentido cuando se reduce a mirar el índice de aumento de los precios de la canasta familiar. En un juicioso trabajo publicado en 2007, Luis Eduardo Arango, Paula Herrera y Carlos Esteban Posada comparan la legislación y los criterios de ajuste del salario mínimo para 38 países, dentro de los cuales naturalmente está Colombia. Haití es el único país que toma como criterio “el costo de vida y tasa de inflación” solamente - como se hizo esta vez en Colombia-. Para la mayor parte de los demás países analizados, incluyendo a Colombia, el marco normativo exige “garantizar una calidad de vida digna para el trabajador y su familia” .
Es decir que la respuesta sobre el para qué del salario mínimo tiene que ver con la finalidad de la organización económica de la sociedad colombiana. La producción nacional es un medio necesario para su crecimiento económico, pero de ninguna manera es su finalidad última. La pregunta sobre quién se beneficia del aumento del producto o del ingreso nacional no sólo es necesaria para cualquier economía, sino que es vital para una sociedad que, como la colombiana, padece de una gran inequidad y donde la participación política de los más pobres tiene reconocidas deficiencias.
La socorrida afirmación de que el salario mínimo colombiano supera al de países de similar desarrollo debe ser cuidadosamente calificada ante la revaluación del peso colombiano, que sin duda disminuye la competitividad de nuestras exportaciones, pero no aumenta en la misma proporción la capacidad de compra de los asalariados formales e informales, como ocurrió a lo largo del 2008 - debido al gran aumento en el precio de los alimentos.
Es hora de que los compromisos nacionales e internacionales por erradicar el hambre y la pobreza extrema se concreten en medidas como la de precisar los mínimos para poder lograr esa “vida digna” que nuestra sociedad ha pactado en la Constitución Política.
Tratar de presentar la búsqueda de los mínimos vitales como un utópico deseo social es algo propio tan sólo de personas mal informadas o de aquellas que creen que aún transitamos por el mercantilismo del siglo XVII, donde un pago deficiente de la mercancía trabajo podría reportar una mayor utilidad para los empresarios.
Es al contrario: la esclavitud y el feudalismo- donde los salarios fueron más bajos- crearon riquezas en el corto plazo, no sostenibles y con un muy bajo potencial de acumulación. Lo que reiteradamente muestra la experiencia es que las sociedades más igualitarias y mejor educadas son las que permiten el desarrollo de empresas más prósperas y sostenibles.
Los países más desarrollados no son los que favorecen la acumulación de riqueza de unas cuantas personas. Son los que logran dar acceso universal para que se cree y utilice el conocimiento en la vida diaria. Es decir que entre los elementos de una vida digna debe estar por supuesto la posibilidad de que el trabajador y su familia se alimenten de manera adecuada, pero también la posibilidad de acceder a la educación, a la salud básica y en general al conjunto de libertades que universalmente hemos pactado en la Declaración de los Derechos Humanos y nacionalmente en la Constitución Política.
Permitir que una buena parte de la población quede por fuera de los mínimos vitales no sólo es una injusticia social sino un grave desperdicio económico. Un “desperdicio”, porque prescindimos del aporte al desarrollo de un conjunto de personas, que además en el futuro significarán cargas para el erario público porque serán mal nutridos, menos educados y menos productivos. Y es una injusticia porque significa quitar la posibilidad de desarrollo como personas y ciudadanos a una parte de la población por haber nacido en la zona rural o porque sus padres tampoco tuvieron la oportunidad de desarrollar sus posibilidades.
De manera que es miope juzgar el salario mínimo sólo como un costo de producción que debe minimizarse. Y esta supuesta “minimización” tampoco se ha basado en un análisis riguroso sobre el funcionamiento de nuestra economía. En efecto, si le creemos a lo que afirman Luis Eduardo Arango, Paula Herrera y Carlos Esteban Posada en la conclusión del estudio citado y al trabajo de Arango y Posada del 2006, las decisiones sobre salario mínimo no se han apoyado suficientemente en estudios sobre los factores que la técnica económica requeriría para una buena fundamentación de las decisiones, ni “se encontró evidencia alguna de movimientos conjuntos de largo plazo entre el salario mínimo y la remuneración de los funcionarios públicos, ni tampoco entre el salario real del sector privado y el salario mínimo.
A estas críticas sobre la forma como se discute y fundamenta el salario mínimo se agregan - más aún en el estado actual de la economía- los análisis del Banco de la República que encuentran la caída en la demanda interna como el factor que más aportó a la disminución del crecimiento económico, lo cual hace evidente la inconveniencia de disminuir la capacidad de compra de los consumidores.
Además, desde el punto de vista del mercado de trabajo, la evidencia muestra que los bajos ingresos que puede conseguir el jefe de hogar llevan a un aumento de la oferta de los llamados “trabajadores secundarios” es decir, de los jóvenes que antes estudiaban, las amas de casa y los ancianos, con lo cual se agrava la situación de desempleo.
De estas breves consideraciones quedan claros varios elementos críticos para juzgar la forma como se ha determinado el salario mínimo:
1. De acuerdo con la institucionalidad colombiana, el salario mínimo debe tener como referencia la posibilidad de alcanzar los mínimos de una vida digna y no la de minimizar los costos de producción;
2. La experiencia de los países más avanzados demuestra que aumentar el salario mínimo ayuda a mejorar la competitividad, la equidad y las oportunidades de los más pobres - o sea que es un “buen negocio” para el país.
3. Disminuir la capacidad de compra de los consumidores de menores ingresos, cuya canasta es predominantemente de artículos nacionales, es un ahorro que empobrece y se hace en el momento menos oportuno de la coyuntura económica, que nacional e internacionalmente busca instrumentos para reavivar la demanda por parte de los consumidores.
Colombia debe recordar que su mejor riqueza es la gente y que la equidad social es un negocio que reporta buenos dividendos económicos.

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